«CRISTINA LANATA»
Por: Campo Ricardo Burgos
1
Todo comenzó de una manera trivial, que es como casi siempre comienza todo en la vida. Una noche, Cristina Lanata (mujer alta, huesuda, intocable, soltera, gafufa y que vivía sola en un apartamento en el centro de Bogotá) llegó a su casa absolutamente furiosa con el jefe que debía soportar en su oficina, un tal Enzo Gómez. En aquella jornada, ella había discutido varias veces con él, varias veces le había presentado unos proyectos a desarrollar, y varias veces el miserable le había ordenado que volviera a hacer todo desde el principio. No solo Cristina había tenido que tragarse las ganas de levantarle la voz al cretino en cuestión, sino que —a juicio de ella— cada vez resultaba más insoportable tener que ser la subalterna de un tipo que evidentemente era un pelmazo que estaba en esa posición en la empresa sólo porque contaba con ciertos amigos en altas e innominadas esferas, en las cuales ella no tenía esos mismos contactos. Mientras cenaba atún en agua más ensalada para no engordarse (evento éste que revestía caracteres apocalípticos para las chicas de su generación), Cristina se remordió recordando cuan fatuo, hipócrita, injusto, feo, falso, enano, maloliente, vulgar, acomodado y mezquino era el tal Enzo. En verdad era un tipo despreciable. Después de cenar, se metió a la cama y como buena creyente católica hizo sus oraciones de antes de dormir.
—¡Dios, por favor, que este tipo se muera! ¡Es un maldito! —fue lo que alcanzó a exclamar Cristina antes de abrazar a su osito de felpa de siempre y quedar dormida en un santiamén.
2
Al día siguiente, lo que sucedió fue de vértigo. A las nueve de la mañana, Cristina ya se había acomodado en su escritorio de siempre en la oficina, resignada a padecer un día más del infierno laboral, cuando de repente apareció Diego Astete, el jefe de personal, y de sopetón les soltó a todos los circunstantes en el salón, que había ocurrido una desgracia: Enzo Gómez estaba muerto. ¿Qué había sucedido? Según lo que Cristina pudo entender en el aluvión de gritos, lamentos y chillidos que de inmediato se tomaron el lugar, el joven Enzo se había acostado la noche anterior a eso de las once de la noche (según relató su esposa, ahora devenida viuda), y ya nunca más despertó. En la mañana, cuando el reloj despertador levantó a la consorte, Enzo no hizo lo mismo, y cuando ella, extrañada, lo tocó y le habló, él no respondió. Abreviando la historia, el hecho fue que tras los ires y venires de una situación como ésta, luego se descubrió que Enzo había muerto durante la noche y que los médicos aún estaban tratando de entender cuál había sido la causa de la desgracia. Mientras todos los trabajadores de la empresa comentaban el repentino deceso, sus pormenores, y las consecuencias que ello tendría en el futuro de la organización, Cristina no dejó de notar que su última plegaria nocturna realizada justamente minutos antes de las once de la noche anterior, se había hecho realidad. ¿Qué estaba sucediendo? A la hora del almuerzo, Cristina experimentó cierta sensación de culpa y aun de pecado, por haber deseado la muerte de Enzo. A las dos de la tarde, se dijo que ésta solo era una de esas sincronicidades de las cuales tanto había hablado el Maese Carl Gustav Jung. A las tres de la tarde, su espíritu se debatía entre una malsana alegría por la muerte del opresor Gómez y una monumental vergüenza por albergar semejante alegría. A las cuatro de la tarde, ya le había preguntado a Dios en varias ocasiones por qué le había concedido lo que había deseado la jornada anterior. A las cinco de la tarde, Cristina le había dicho varias veces a Dios que ella se hubiera conformado con que simplemente despidieran a Enzo de la empresa, matarlo le parecía algo excesivo. A las seis de la tarde, mientras estaba sentada tomándose algo en la mesa de un bar, Cristina vio a un hombre guapísimo sentado en la barra y se dijo que hombres así nunca se fijarían en una mujer alta, huesuda, intocable, soltera, gafufa y que vivía sola en un apartamento en el centro de Bogotá. A las siete de la noche volvió a su apartamento y mientras comía otra vez atún en agua más ensalada, pensó que Dios, el Destino o Lo que fuera, tenía un perverso sentido del humor; que una parte de ella lamentaba la muerte de Enzo, pero que otra sentía una tranquilidad de adolescente. A las ocho de la noche, mientras veía la tele, le impresionaron las imágenes de miseria de un país gobernado por un tirano de apellido Maduro, y alcanzó a pensar que si alguien se merecía morir, era ese dictador. A las nueve de la noche pensó en el hombre guapo del bar y en cómo le gustaría que estuviera allí con ella, bajo las cobijas, así fuera sólo por un rato. A las diez de la noche, tras darle las gracias a Dios por los dones de aquel día y decirle que se sentía rara, Cristina abrazó su osito de felpa de siempre y quedó dormida en un santiamén.
3
A la mañana siguiente, mientras se hacía el desayuno, Cristina escuchó un extra que con gran algarabía difundía un noticiero radial: La noche anterior, el dictador de apellido Maduro había muerto en Venezuela, y en ese país se había desatado el caos. Cristina no pudo escuchar mucho más, porque al instante se desmayó.
4
Cuando Cristina recobró la conciencia tras unos minutos, volvió a sintonizar la emisora en la radio y cuando escuchó otras quince o veinte veces que Maduro había fallecido, sintió que ella no era ella. ¿Cómo era posible? La noche anterior frente al televisor había pensado que el dictador ese debía morir y a la mañana siguiente, el deseo ya era un hecho. ¿Qué estaba ocurriendo? Las dos coincidencias de Gómez y Maduro, ahora ya no parecían tan coincidencias. ¿Qué sucedía? En voz alta, Cristina le preguntó a Dios a qué estaba jugando, y por primera vez se le pasó por la cabeza que se estaba volviendo loca. Era ridículo afirmar que Dios, el Destino o Lo que fuera, le estaban concediendo sus deseos, y sin embargo era innegable que ante dos deseos de muerte de dos sujetos, expresados o pensados por ella, los dos sujetos en cuestión habían expirado. ¿Qué era eso? Con cierta vanidad, Cristina alcanzó a discurrir que ella ya se estaba volviendo un caso como para publicar un estudio en una revista científica, pero aparte de ello, pensó también cuáles serían las probabilidades matemáticas de coincidencia entre dos deseos de muerte de dos individuos y las muertes efectivas de esos individuos. Asustada y con la mente confusa, Cristina trató de imaginar cómo se estarían sintiendo las viudas de Enzo y de Maduro, y se dijo a sí misma que considerar que sus triviales deseos hubieran tenido semejantes efectos en el mundo real, no solo era estúpido sino también narcisista y delirante.
—Nunca imaginé que la locura de alguien comenzara a expresarse así —remató.
5
Pasaron algunos meses desde las extravagantes sincronías de deseos y muertes, y nada inusual volvió a ocurrir. Lo único inesperado fue que, como efecto de la muerte de Gómez, en la empresa donde Cristina laboraba se sucedieron una serie de movimientos y, como resultado de ellos, ella terminó ascendida a un cargo mejor del que ocupaba cuando su antiguo jefe estaba vivo. En Venezuela, tras el deceso del dictador se había desatado una anarquía política y social, pero a Cristina dejó de pasársele por la mente que ella pudiera tener algo que ver con ese acaecimiento. Todo transcurría sin novedad, hasta que una noche en que Cristina estaba de nuevo observando la televisión, le sobrecogió ver la forma en que el Ministro de Hacienda, un tal Carrasquilla, de manera criminal usaba los impuestos para ir matando de hambre a la gente más pobre del país. Enfurecida tras escucharlo hablar de manera impune en una entrevista, y sin percibirlo, ella exclamó en voz alta:
—¡Qué maldito, si existiera justicia en el mundo, este tipo debería estar muerto!
Eso fue todo y seguidamente, aquella noche Cristina abrazó con brío a su osito de felpa de siempre y quedó dormida en un santiamén.
6
A la mañana siguiente, cuando Cristina se estaba vistiendo en su cuarto, prendió como siempre la radio para escuchar algunas noticias y en la emisora una locutora contaba estupefacta que nadie entendía lo que había sucedido: la noche anterior el Ministro de Hacienda, Alberto Carrasquilla, se había acostado completamente tranquilo, y sin embargo, en la mañana había sido encontrado muerto; los galenos lo estaban examinando y aún no comprendían qué había matado al funcionario durante la noche.
Al oír la nueva, Cristina quedó paralizada y tras unos segundos de estupefacción, se pegó a la radio a escuchar la ampliación de la historia. Tras casi dos horas de enterarse de todo lo que pudo acerca del episodio, sintió que le dolía la cabeza, se tomó un analgésico y llamó a la oficina a informar que ese día no asistiría, inventando cualquier disculpa. Toda la mañana, Cristina se quedó echada en la cama cavilando y experimentando exactamente las mismas sensaciones e ideas que meses atrás la habían invadido con motivo de las otras dos coincidencias. ¿Ella era la culpable de la muerte del ministro? ¿Definitivamente se estaba volviendo loca? ¿Dios o algún demiurgo de retorcido humor estaba jugando con ella? Estas y otras preguntas se cruzaron una y otra vez por su magín, y al final, decidida a no guardarse para sí sola lo que había sucedido, se vistió aprisa y fue hasta la casa de su madre.
Doña Lina, la octogenaria madre de Cristina que era viuda y ya solo vivía con dos gatos y con Néstor, un hermano menor de Cristina, escuchó pacientemente cuando su angustiada hija le relató todo cuanto había acontecido meses atrás, los deseos de muerte de Gómez y Maduro, y las inmediatas muertes de Gómez y Maduro, el deseo de muerte de Carrasquilla y la consiguiente defunción, el torrente de ideas disparatadas mediante las cuales su hija intentaba explicar de alguna forma todo lo sucedido. Al final, cuando su hija concluyó la narración, Doña Lina le recomendó a ella que rezara mucho para que Dios la iluminara, pero entonces Cristina perdió la compostura y gritó:
—¿Y qué le digo a Dios? ¿Qué por favor ya deje de hacerme caso cuando deseo que mate a alguien?
Tras varias horas de conversación entre madre e hija, y al calor de algunos cafés, Cristina tomó la decisión de visitar a una psiquiatra que una tía, por alguna razón, no se cansaba de recomendar.
7
Unos días más tarde, Cristina tenía su primera cita con la Doctora Calíope Garza, una mujer alrededor de los cincuenta años, también gafufa y con una mirada de poeta triste. Tras un largo rato que Cristina perdió pidiéndole disculpas a la médica por los disparates que le iba a contar, la galena la reconvinó diciéndole que fuera al grano y recordándole que en ese consultorio ella llevaba años de estar acostumbrada a escuchar barbaridades de toda laya. Así pues, con semejante ánimo, Cristina procedió a narrar con pelos y señales absolutamente todo lo que había acontecido en su vida desde la noche en que le había pedido a Dios que borrara del planeta al infame de Enzo Gómez. Cuando terminó la crónica, la Doctora Garza llamó a su secretaria para solicitarle que cancelara el resto de consultas de la tarde pues quería dedicarle más tiempo al caso de Cristina, y una vez procedió a eso, estuvo interrogándola durante un par de horas. La Doctora Garza parecía muy interesada y hasta divertida con todas las respuestas proporcionadas por la deseadora de muertes, y al finalizar la entrevista, sólo le dijo algo asombroso:
—Cristina. Podríamos quedarnos aquí mucho tiempo discutiendo si es verdad o no, todo lo que usted me cuenta, pero ello no nos llevaría a ninguna parte. Podríamos concluir que todo su relato es imaginario, pero que usted lo siente como real o que, en efecto, un demiurgo entre maligno y payaso, le está concediendo a usted las muertes que usted desea en ciertos momentos de su vida. Insisto en que esa discusión no nos haría avanzar ni un milímetro. En vez de ello, yo le propongo un experimento…
Cristina quedó con los ojos fijos en Calíope.
—Y es muy sencillo. Elijamos a alguien que usted desea matar y veamos qué le ocurre.
Cristina al principio no entendió e hizo mohines en tal sentido.
—A ver le explico. Por supuesto no lo vamos a hacer con un ser humano, lo que le pido es que usted elija un perro, o un gato, o algún animal; que desee la muerte de esa criatura y que veamos qué sucede al día siguiente de su deseo. ¿Le parece? Creo que un experimento así nos permitiría obtener unas conclusiones muy útiles. ¿Acepta?
Aunque Cristina albergaba algunas dudas respecto de la idea de la psiquiatra y hasta sospechó que de pronto Calíope estaba más loca que ella misma, después de un rato de dubitaciones metódicas, acabó aceptando.
8
Y así fue. Al día siguiente Calíope fue con Cristina a un lugar donde vendían cachorros de perro, eligió uno de ellos, un bello animalito de un mes, y Calíope se lo llevó a su casa. La psiquiatra le pidió a Cristina que esa noche le implorara a Dios que el canino muriera y que a la mañana siguiente analizarían el resultado. Aquella noche, tras la compra del perro, Cristina se sintió idiota pidiéndole a Dios que ese inofensivo animal se muriera, pero igual siguió las instrucciones de la psiquiatra y como a las once de la noche se durmió apretando con furia al manoseado oso de felpa de siempre.
9
En el despertador de Cristina eran las 6 y 50 minutos de la mañana, cuando su celular repicó. Era Calíope y a través de la línea se advertía asustada.
—No sé qué decirle —comenzó la médica—. El animalito amaneció muerto y juro que yo no hice nada. Anoche llegué acá a la casa y lo acosté en una cajita que le habilité junto a un viejo saquito para que se calentara. Esta mañana me levanté y el perrito no se movía. ¡O usted me contagió de su locura o usted es el diablo! No encuentro explicación lógica a lo sucedido, ni yo me esperaba este resultado.
La Doctora Garza siguió hablando durante un largo lapso, pero lo cierto es que Cristina ya no escuchó nada. Ya no podía escuchar nada.
10
Y la cosa empeoró. Los días siguientes, la psiquiatra le pidió a Cristina que se sometiera a nuevos experimentos, pues su caso, decía: “Puede ser un parteaguas en la historia de la humanidad. Usted, Cristina, constituye la irrupción de algo completamente innominado y terrible en la historia del Homo sapiens. Por favor, permítame acompañarla”.
Una y otra vez, Cristina rechazó más experimentos con la Doctora Garza, que ahora ya juzgaba de inoficiosos. Sentía como si Dios, el Destino o Lo que fuera, la estuvieran haciendo víctima de una broma macabra. Sentía que ella misma era el conejillo de indias de alguna entidad numinosa y sobrehumana. Presa de nervios, Cristina no pudo dormir varias noches, abandonó su trabajo, y solo volvió a pegar el ojo cuando tras varias jornadas la Doctora Garza la inundó con tranquilizantes. Cuando transcurridas unas semanas más, recobró cierta calma, la Doctora Garza la visitó todos los días para suplicarle un único experimento más, uno solo. Al principio, Cristina se sentía ya asqueada de todo eso y no quería saber más del asunto, pero fue tanta la tozudez de la doctora y tantos sus ruegos, que al final Cristina aceptó llevar a cabo sólo una experiencia más y con un humano. Con un muy discutible sentido ético, la Doctora Garza había elegido como el siguiente blanco de los deseos y oraciones de Cristina, a un célebre violador de niños que se encontraba recluido en una cárcel de la ciudad. Al tipo le restaban todavía una decena de años en prisión, pero Calíope le dijo a Cristina, que si suplicaba a Dios por la muerte de este pedófilo, nada se perdería si el recluso muriera al día siguiente, y en cambio la ciencia y el conocimiento humanos avanzarían a pasos agigantados. Calíope tomó toda clase de recaudos científicos para su nueva prueba pues pensaba que, si ocurría una nueva muerte, ella lo documentaría de manera fehaciente, lo demostraría ante tribunales científicos internacionales, y a partir de ese momento Cristina pasaría a ser objeto de exámenes y análisis por parte de toda la comunidad científica mundial. De esta manera, Cristina tuvo que aceptar filmarse a sí misma pidiéndole a Dios la muerte del criminal en cuestión, de modo que quedara prueba con la cámara del día y hora de la petición. Asimismo, se adjuntaron decenas de documentos que probaban que lo único que se haría contra el pedófilo era implorar a Dios por su muerte en cierta noche y hora, y nada más; que nadie atentaría contra el recluso; que no se conocía a nadie en la cárcel donde estaba recluido; que Cristina no se movería ni un segundo de su apartamento desde la hora en que hiciera su solicitud a Dios hasta que se conociera la noticia de la muerte del recluso al día siguiente (claro, si el recluso moría). Otras pruebas mostraban que el prisionero ignoraba que se estaba llevando a cabo ese experimento con su vida, que ni siquiera sabía que existían Cristina, Calíope o cualquiera de sus allegados, que de ninguna manera Calíope o Cristina o sus allegados habían movido un dedo para atentar contra la vida del violador. Todos los materiales probatorios mostraban que lo único que se haría contra el criminal encarcelado era desear su muerte a varios kilómetros de distancia de su celda y sin que él lo supiera, nada más.
Al día siguiente de la noche en que Cristina pidió a Dios la muerte del pedófilo, las autoridades de la prisión informaron que, de modo inexplicable e inesperado, el sujeto había sido hallado sin vida en su celda, y que al parecer había muerto por causas naturales. A Calíope le dio un preinfarto y acabó hospitalizada. Cristina cayó en una suerte de coma catatónico.
11
Tras otras semanas, Cristina despertó de su coma catatónico y la Doctora Garza fue dada de alta del hospital. Cuando las dos mujeres se encontraron en el apartamento de la deseadora de muertes, estaban desconcertadas. Ahora podían demostrar ante cualquier tribunal científico del planeta Tierra, sin sombra de dudas, que Cristina Lanata era el único ser humano que podía matar a cualquier ser vivo sólo deseándolo o pidiéndolo en oración. Durante horas, las dos mujeres se contemplaron en silencio y sin saber qué decir. Ambas sabían que habían hecho un descubrimiento que partía en dos la historia humana, pero ni ellas mismas sospechaban los alcances del hallazgo.
—Puedo matar a distancia a quien yo desee y jamás nadie lo sabría —exclamó en voz baja Cristina—. Es como si Dios, el Destino o Lo que fuera, me hubieran dado la licencia de eliminar del mundo a quien desee, con solo pedirlo.
La Doctora Garza la miró con aire extraviado.
—Está comprobado experimentalmente y aún así no acabo de creérmelo —contestó—. Pensaba que si tú lo desearas, podrías acabar de la manera más sencilla con tantos dictadores, políticos y tramposos que hay en el mundo. Pensaba también si sería lícito procesarte legalmente por asesinato de esas personas en cuanto en ningún sistema legal del mundo se considera un crimen desear la muerte de alguien y nada más. Lo que ocurre es que tú rompes ese esquema y casi que obligarías a reescribir los códigos jurídicos de todo el mundo…
—Anoche —la interrumpió Cristina— pensé que si yo deseara que murieran todos los habitantes de un país, tal vez a la mañana siguiente todos aparecerían muertos. Pensé que si esta noche le pidiera a Dios que murieran todos los seres humanos de este planeta, tal vez mañana todos aparecerían muertos. Podría hacer esta noche el experimento y tal vez mañana yo estaría sola para siempre en este planeta…
La Doctora Garza sonrió con tristeza.
— Tú, Cristina —sentenció— eres el primer ser humano en la historia de nuestra especie que quizás tiene el poder de hacer desaparecer en un instante a toda la especie humana. Es literal y aterrador. Literal y siniestro.
Ni Cristina ni Calíope sabían qué hacer o en qué modo deberían obrar. Pronto se hizo de noche y Cristina trajo una botella de vino que tenía guardada hacía mucho tiempo en la alacena, la destapó, sirvió el líquido en dos vasos, probó uno de ellos y le gustó el ardor que sintió en la garganta.
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SOBRE EL AUTOR
Campo Ricardo Burgos López. Bogotano. Psicólogo y Magíster en Literatura. Profesor universitario, crítico y escritor (esto último cuando le queda algo de tiempo). Entre sus obras figuran las novelas José Antonio Ramírez y un zapato, El clon de Borges y Planeta Homo. Entre sus textos críticos están Introducción al estudio del diablo y Notas para una historia de la literatura fantástica colombiana (1997-2015).
Ilustración: Lynda Evelyn
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